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MENSAJE DEL 25 de MAYO 2011

MENSAJE DEL 25 de MAYO 2011

MENSAJE DEL 25 de MAYO 2011

¡Queridos hijos! Mi oración hoy es para todos ustedes que buscan la gracia de la conversión. Llaman a la puerta de mi Corazón, pero sin esperanza ni oración, en el pecado, y sin el sacramento de la Reconciliación con Dios. Abandonen el pecado y decídanse, hijitos, por la santidad. Solamente así puedo ayudarlos y escuchar vuestras oraciones e interceder ante el Altísimo. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!

La Santísima Virgen nos exhorta a dar pasos concretos de conversión. Reconoce que hay un ánimo de cambio, un interés por sus mensajes y sus apariciones que, seguramente, se manifiesta de distintos modos, sin faltar en ellos la excitación por el hallazgo de lo que se sabe o intuye es la verdad de la fe. Es el caso de aquel que se dice a sí mismo y a los demás: "¡Verdaderamente la Virgen se está apareciendo!" o con estupor "¡Entonces es verdad! Dios existe, la Virgen también y se aparece en ese lugar, y todo lo que me habían enseñado y dice la Iglesia es cierto". Es la alegría junto al asombro del encuentro con la bondad y la misericordia de Dios, en el amor maternal de María manifestado en estas presencias suyas entre nosotros.

Este es el punto de arranque: la alegría del descubrimiento y en anhelo de participar de esa dicha del Cielo que nos trae. A partir de allí hay que caminar. El tema de este mensaje es que muchos son los que se quedan en lo suyo de siempre y recurren a la Virgen sólo para pedir sin dar paso alguno para encontrarse con el Señor.

Algunos críticos de Medjugorje, admiten que hay frutos pero objetan que los cambios son más exteriores que interiores, más declamados que vividos porque las personas que dicen haberse convertido continúan con una vida de pecado y siguen adheridos a los vicios de antaño. De pronto, dicen estos críticos, muchos de esas personas se transforman en férvidos difusores de las maravillas que han vivido o visto en Medjugorje, queriendo cambiar el mundo, y ya, pero no ellos. No se ve que sean humildes y que quieran sinceramente enmendarse. En esa crítica hay, lamentablemente en varios casos, mucho de cierto. Y esto es precisamente lo que viene diciendo nuestra Madre Santísima.

Buscando razones del porqué muchos no responden a la ingente gracia que la Reina de la Paz trae a Medjugorje sino sólo superficialmente, podríamos decir que -además del hecho universal de que somos hombres que arrastran la concupiscencia- , por una parte, en el mundo en que vivimos se confunde la misericordia de Dios y la paciencia divina con tolerancia hacia el pecado, y por la otra, hace mucho que se ha perdido la conciencia de la gravedad del mal que se comete, tanto que no hay ya sanción social para ello. Esta es la tragedia de este tiempo. Es la dificultad, que pone de manifiesto la misma Madre de Dios, para aceptar obrar el bien en la propia alma, abandonando el mal al que se le había dado entrada en la vida.

Nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que "quien peca lesiona el honor de Dios y su amor, su propia dignidad de hombre llamado a ser hijo de Dios y el bien espiritual de la Iglesia.." (CIC 1487)

Conversión verdadera implica arrepentimiento y dolor por el mal que se hizo, aversión a los pecados cometidos, propósito de enmienda, de no volver a pecar. La conversión se nutre de la esperanza en la misericordia de Dios.

En cambio, la auto indulgencia, el justificarse a sí mismo es auto condena. San Agustín decía que a quien se justifica a sí mismo Dios lo acusa. Quien, en cambio, se acusa de sus pecados y va a la búsqueda del Señor, Él lo perdona.

Un paso fundamental y primero de toda conversión auténtica es el paso sacramental de la confesión de los pecados al sacerdote. Ir al sacerdote que confiesa es ir al Señor, a lavarse a la fuente misma de la misericordia.

La confesión individual e íntegra de los pecados graves seguida de la absolución es el único medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia (cfr. CIC 1497).

Ese sacerdote confesor, hombre y pecador como los demás, actúa, sin embargo, en la Persona de Cristo y por ello tiene el poder eclesial de absolver al penitente, quedando sus pecados cancelados por el perdón de Dios.

Hay todavía quienes objetan que un hombre no puede perdonar los pecados de otro y hasta quienes, por supuesto ignorando la Escritura, dicen dónde está eso que puedan perdonar.

Para ellos y también para todos nosotros conviene entonces recordar el siguientee pasaje bíblico. Dirigiéndose a sus discípulos antes de hacerlos sus apóstoles, sus enviados, sopló Jesucristo sobre ellos y dijo:

"Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20:22-23).

Por eso, el sacramento de la reconciliación con Dios, llamado también de conversión, de penitencia o simplemente confesión, es instrumento de salvación y por tanto no puede ignorárselo ni tomarlo a la ligera. La persona debe hacer un examen serio de conciencia pidiendo la luz del Espíritu Santo para ver en qué y cómo ha ofendido el amor y el honor de Dios, ha hecho daño a otros o a sí mismo y luego confesar sus pecados graves (también se aconseja hacerlo con los leves o veniales) sin ocultar ninguno.

El confesonario no es un gabinete de psicólogo ni el confesor un psicoterapeuta. El confesonario es el tribunal de la misericordia divina por donde fluye la sangre de Cristo que nos justifica y nos redime, es decir que verdaderamente nos libera, y el confesor es Cristo que obra a través de su sacerdote.

El penitente debe ser tal, alguien arrepentido que pide el perdón a Dios, que confiesa sus pecados y no se presenta a confesar los pecados de otros ni a justificarse. El sacerdote confesor no puede absolver los pecados de otros ni tampoco aquellos que el penitente no haya querido confesar.

Muy saludable es tener presente que, al final de nuestra vida en la tierra, nos encontraremos con Jesucristo -Juez de vivos y muertos- que es la Verdad. Ante la luz de la Verdad estaremos desnudos, nada podremos ocultar ni ninguna excusa interponer. Los pecados no confesados estarán allí acusándonos. Banalizar el sacramento de la reconciliación, la confesión, equivale a despreciar el sacrificio del Señor, toda su Pasión y muerte, y volver vana la preciosísima sangre por Él derramada. Es condenarse a sí mismo.

Decir que siendo el Señor misericordioso seré igualmente perdonado es mofarse de su Divina Misericordia y caer de lleno bajo el peso de su Justicia.

Vivir a espaldas de su Ley, ignorar la gracia de conversión, seguir la vida de pecado sin querer dar el paso de la unión con Cristo, en definitiva dejar a la Santísima Virgen sin poder interceder por la contumacia en el pecado, terminará siendo una tragedia eterna.

De nada vale decir que difundimos los mensajes de la Virgen, que creemos en sus apariciones, que la amamos si luego despreciamos la Ley de Dios.

Ya lo dijo el Señor con palabras duras:

"No todo el que me diga ’Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán aquel Día: ’Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Y entonces les declararé: ’¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!" (Mt 7:21-23).

Aquí vemos con toda crudeza cómo la santidad no es tener carismas. Los carismas, esos dones extraordinarios que Dios da a algunas personas, deben ser para la gloria de Dios, para la edificación de la Iglesia, del Reino aquí en la tierra. Si no es así, si es para usufructo y beneficio propio servirán para la condena.

La intercesión de la Virgen Madre de Dios, que todos buscamos, Ella la dirige a nuestra conversión, a nuestra santidad. Esto es lo que desea, que todos estemos donde Ella está. Pero, entre el deseo de la Virgen, que es la misma voluntad de Dios, o sea la salvación de todos los hombres, y en concreto nuestra propia salvación, media nuestra voluntad.

La Virgen nos pide que nos unamos a Dios en la oración del corazón, en esa oración que nos abre a la aceptación de la gracia, a la luz que nos muestra nuestra situación de pecado, a la voluntad de caminar hacia el Salvador, a confesar nuestras culpas para alcanzar el perdón del Señor por medio del sacramento que Él mismo dio a su Iglesia para nuestra salvación.

¡Dichoso al que perdonan su culpa

y su pecado queda perdonado!

Guardaba yo silencio y

se consumían mis huesos...

Reconocí mi pecado

y no te oculté mi culpa;

me dije: "Confesaré al Señor mis rebeldías"

Y tú absolviste mi culpa,

perdonaste mi pecado..." (Salmo 32)

P. Justo Antonio Lofeudo

 
 

 

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